*** En este regreso triunfal del populismo a América Latina, la desigualdad social ha jugado un papel clave.
América Latina está girando a la izquierda, pero hacia una izquierda populista, que tiene más de populista que de izquierda. Lo que le queda de izquierda es su empeño en convertir al estado en un macroestado, controlador de la vida de la sociedad, y en muchos casos el viejo discurso incendiario tradicional. Algunos con la fórmula de la vieja izquierda marxista como Cuba, otros con el llamado Socialismo del Siglo XXI, como Venezuela y Nicaragua, otros en una posición más centristas o difíciles de definir como es el caso de Perú y Chile, e incluso algunos más populistas que otra cosa, como lo que sucede en El Salvador.
La pregunta que todos nos hacemos es ¿qué pasa en América Latina que, cuando la región se acerca a la democracia, pareciera que una fuerza telúrica la retrotrae hacia gobiernos dictatoriales y caudillescos?
Es difícil entender por qué Cristina Kirchner vuelve al poder en Argentina, aunque sea como vicepresidente; o que Petro en Colombia y Andrés Aruz en Ecuador pasen a la segunda vuelta, habiendo punteado la primera; o cómo Chile, el país más desarrollado proporcionalmente de la región, de un plumazo borra a los partidos tradicionales, luego de unos desproporcionados disturbios, y se lanza a cambiar la Constitución – una característica común de los populistas- poniendo en riesgo todos los avances sociales y políticos que han logrado; o cómo Perú, un país con excelentes indicadores económicos y sociales, elige a un “outsider” que parece no tener mucho conocimiento de la labor de estado; o la encrucijada actual en Brasil.
La mayoría de los analistas tratan de encontrar la respuesta en la falta de líderes políticos de altura o en la incapacidad de nuestros pueblos para elegir más allá de la dádiva prometida, así como de vivir en la cultura del “bochinche” que señaló Francisco de Miranda a principios del siglo XIX.
El tema es complejo, pero entre las variables explicativas que se destacan está la desigualdad. Esta parece tener más relevancia que el nivel de pobreza, a juzgar por casos como el de Chile y Perú.
Muchos de los países de la región poseen un nivel de desigualdad alto. El simple uso del coeficiente de Gini, que mide la distribución del ingreso en una población, siendo cero una distribución igualitaria y 100 una absoluta concentración, clarifica la situación de la región.
América Latina tenía para 2019 un índice de 46,2, frente a Europa que tenía uno de 36,2, y al grupo de países de la OCDE con uno de 36,5. Colombia y Brasil tenían un índice de cerca de 51, mientras que Chile está por encima del promedio. Los dos primeros con un índice de pobreza muy alto y Chile con uno muy bajo.
Las desigualdades entre los estratos sociales provocan lo que se ha llamado “la revolución de las expectativas”. No es cuánto gano o cómo vivo, es que mis expectativas son poseer o vivir como los estratos superiores. Y esto se transforma en un acicate para el cambio individual o social.
La gente entiende que debe esforzarse para conseguir una mejor status socioeconómico. Pero cuando las oportunidades de avanzar en la escala social, con base al emprendimiento personal, se ven sistemáticamente truncadas, las demandas por un cambio global se vuelven apremiantes.
Entonces el populismo entra a jugar su papel exacerbando los clivajes, fomentando la polarización y manipulando el discurso social. Esto incluso se ha visto en EE.UU. donde la desilusión con “el sueño americano”, ese de “si pones empeño y trabajo triunfarás”, está provocando grandes cambios en la política estadounidense.
No basta crecer económicamente, ni incluso disminuir la pobreza. Hay que atacar las desigualdades y no solo en lo económico, sino en lo social y cultural, pues ellas son la base de estos nuevos movimientos contestatarios, que promueven la polarización y el populismo caudillesco, prometiendo más y mejor democracia, con un final que ya conocemos: gobiernos dictatoriales.
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